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Asociar
el nombre de Mark Twain con algo distinto a los títulos de sus novelas
resulta bastante inusual. Este ensayo inédito revela una faceta poco
conocida del escritor y sus particulares opiniones acerca de un naciente
género periodístico
Yo también, como tantos, estuve a
punto de sucumbir a la superchería de que Mark Twain era algo así como
el coronel Sanders sin el pollo Kentucky, tal como denuncia Ron Powers,
uno de sus mejores biógrafos.
En efecto, la proverbial
conspiración de editores mojigatos y deudos gazmoños llegó a convertirlo
en un eterno sexagenario paternal, irónico y algo excéntrico; un
cascarrabias chistoso que sabía contar cuentos del Mississippi. "Lo han
fregado y desinfectado y, en el curso de las largas décadas
transcurridas [desde su muerte] -declara Powers-, su pasión estuvo a
punto de olvidarse. Pero helo aquí, hablándonos sin filtrado alguno, y
lo que nos llega a pesar de todo lo que habíamos perdido de él es,
justamente, su feroz e incesante pasión".
Se refiere a la inminente
aparición del primero de los tres volúmenes de la autobiografía de
Twain, que la editorial de la Universidad de California ha anunciado
para el mes de noviembre.
Desde que cumplió los setenta, y
durante cuatro años más, hasta poco antes de su muerte acaecida en abril
de 1910, Mark Twain dictó a una mecanógrafa más de quinientas mil
palabras. Una nota de Larry Rohter, aparecida en la edición del New York Times
del 9 de julio de este año, permite saber que Twain decidió dictar sus
recuerdos y pareceres, antes que escribirlos, para mejor adopción de un
tono natural, franco y coloquial. "Todos los eruditos que han leído el
manuscrito concuerdan con Twain", afirma Rohter.
"De la primera a la cuarta
edición, toda opinión sana y sensata deberá suprimirse", instruyó Twain
muy puntillosamente, en 1906. Y justificó su disposición diciendo: "Tal
vez haya mercado para ese tipo de mercancía dentro de un siglo. No corre
prisa; esperar y ver".
Sucesivamente, en 1924, 1940 y
1959, distintas versiones de la autobiografía habían sido publicadas. Al
editor original, Albert Bigelow Paine, y a la hija de Twain, Clara, se
atribuye la expurgación de extensos fragmentos del libro que,
originariamente, no discurría con criterio cronológico, sino más bien
digresivo y saltarín, como la rana del Condado de Calaveras. Lo más
grave de ello es que Twain había rehuido de manera categórica abordar el
relato de su vida de otro modo. La idiosincrásica puntuación del autor
también fue objeto de "convenientes" cambios, pero el objeto primordial
de la purga fue el pensamiento de Mark Twain y sus retadores pareceres
en torno a política, sexualidad, religiones.
La oposición de Twain al
incipiente imperialismo de su patria y las intervenciones militares en
Cuba y Filipinas es suficientemente conocida. Pero, según Rohter, esta
autobiografía no censurada "deja ver claramente cuán hondo era su sentir
al respecto e incluye comentarios que, de hacerse hoy día, en el
contexto de Irak o Afganistán, probablemente llevarían a la actual
derecha de su país a poner en tela de juicio el patriotismo del más
estadounidense de los escritores estadounidenses".
Paine, el zelote del decoro,
dispuso sin más de un fragmento en el que Twain prefigura episodios como
el de My Lai, durante la guerra de Vietnam. Al comentar el ataque de
tropas americanas a una tribal aldea filipina, llama a los soldados de
su país "nuestros asesinos de uniforme". Y, tratándose de Wall Street y
los self-made men de la vuelta del sigloXX, Twain no ahorra su
inimitable sorna. Oigamos lo que tiene que decir de John D. Rockefeller:
"El mundo cree que tiene un billón de dólares, pero paga impuestos por
solo dos millones y medio".
El actual albacea del manuscrito integral de la autobiografía del autor de Cartas desde la Tierra,
así como de otros muchos materiales hasta ahora inéditos, es el llamado
Proyecto Mark Twain de la Universidad de California, sede de Berkeley.
Gracias a él, y a la Mark Twain Foundation, es posible leer por vez
primera el ensayo inconcluso que ofrece esta edición de El Malpensante.
Se le supone escrito en algún
momento entre 1889 y 1890, y su interés reside en que, aun por aquellos
días alborales del periodismo amarillo, Twain ya se había hecho una
áspera opinión del género rey del periodismo moderno.
-Ibsen Martínez
A nadie le gusta ser entrevistado y, sin embargo,
nadie se niega a ello porque los entrevistadores son educados y de
modales gentiles, incluso cuando llegan en plan de destruir. No doy a
entender con esto que siempre lleguen a destruir intencionalmente ni
que, solo después de haber destruido, cobren conciencia de ello. No;
creo más bien que su actitud es la del ciclón que sale con el cortés
propósito de refrescar una villa sofocada por el calor, sin percatarse
luego de que le ha hecho de todo menos un favor.
El entrevistador te disemina, hecho picadillo, por
toda la redondez del mundo, pero no puede concebir que te lo tomes como
un menoscabo. La gente que culpa a un ciclón lo hace sin parar mientes
en que la idea de simetría que éste tiene no es la de una masa compacta.
Quienes hacen reproches al entrevistador lo hacen sin pensar que,
después de todo, él no es más que un ciclón, si bien disfrazado a imagen
y semejanza de Dios, igual que el resto de nosotros. Y que no se
propone hacer daño alguno, incluso cuando barre el continente con tus
restos, pensando que solamente está haciendo las cosas más agradables
para ti y que, en consecuencia, es más justo juzgarle por sus
intenciones que por sus obras.
La entrevista no fue una invención feliz. Tal vez
sea la manera menos afortunada de intentar dar con lo que realmente
pueda ser un hombre. Para empezar, el entrevistador es todo lo contrario
de una inspiración, pues le temes. Se sabe por experiencia que,
tratándose de estos desastres, no cabe escoger. No importa lo que él
escriba, de un vistazo verás que habría sido mejor si hubiese puesto lo
otro. Pero tampoco es que lo otro hubiese sido mejor que esto;
sencillamente no habría sido esto. Cualquier cambio que se haga debe y
podría ser una mejora aunque, en realidad, sabes muy bien que nada
mejoraría. Tal vez no me esté haciendo entender. De ser así, entonces sí
me he hecho entender, algo que no habría logrado excepto no haciéndome
entender pues lo que trato de mostrar es lo que sientes, no lo que
piensas. Puesto en el trance de una entrevista, no puedes pensar. No es
una operación intelectual: es tan solo un moverse, decapitado, en un
círculo confuso. Quisieras entonces, de un modo aturdido, no haberlo
hecho, aunque en realidad no sepas qué es lo que no hubieses querido
hacer y, además, no te importe saberlo porque ése no es el punto:
simplemente quisieras no haber hecho lo que sea que hayas hecho. No
haber hecho qué cosa es cuestión de menor importancia; no tiene nada que
ver con el caso, ¿entienden lo que quiero decir? ¿No se han sentido
alguna vez así? Bueno, así es como uno se siente al leer impresa la
entrevista.
Sí: tienes miedo del entrevistador y no encuentras
inspiración en ello. Te encierras en tu concha, te pones en guardia, te
haces el descolorido, intentas hacerte el listo y darle vueltas al tema
sin decir nada y, cuando al fin lo ves todo impreso, te enferma ver cuán
bien lo hiciste. Todo el tiempo, a cada nueva pregunta, estás atento a
detectar a dónde quiere llegar el entrevistador para hurtarle entonces
el cuerpo. Especialmente si lo pillas tratando de hacerte decir cosas
humorísticas. La verdad, eso es lo que trata de hacer todo el tiempo. Y
lo hace tan llanamente, tan abierta y desvergonzadamente que al primer
esfuerzo logra secar tu pozo y, si aún insiste en ello, es como si te
calafatease. No creo que nadie haya dicho nunca algo realmente
humorístico a un entrevistador desde la invención de su tan tenebroso
oficio. Sin embargo, como está obligado a poner algo "característico",
él mismo inventa las humoradas y salpica con ellas las entrevistas.
Éstas resultan siempre extravagantes, a menudo farragosas y, en general,
compuestas "en dialecto": un dialecto inexistente e imposible, por
cierto. Este tratamiento ha destruido a más de un humorista, pero el
mérito no es del entrevistador porque él nunca se propuso hacerlo.
Hay un montón de razones por las que toda
entrevista es un error. Una de ellas es que el entrevistador, luego de
abrir grifos aquí, allá y acullá, haciendo multitud de preguntas hasta
dar con el que fluye libremente y con interés, nunca parece pensar que
lo sabio sería concentrarse en este último y tratar de sacarle el mejor
provecho, desentendiéndose de todo lo que ha dejado ya correr. Pero él
no lo ve así: se asegura de cerrar ese manantial con otra pregunta sobre
alguna otra cuestión, y con ello su única pobre oportunidad de llevar a
casa algo de valor escapa de inmediato y para siempre. Habría sido
mejor ceñirse al asunto del que a su hombre más interesaba hablar, pero
esto jamás podría hacérsele entender. No sabe si estás prodigando
metales preciosos o solo paleando escoria; no distingue la mugre del oro
de ley: todo es igual para él y pondrá todo lo que digas. Entonces, al
ver por sí mismo cuánto de lo que no valía la pena haber dicho está
todavía crudo, intenta componerlo poniendo de su propia cosecha que cree
madura pero que, en verdad, está podrida. Cierto, lo hace todo con muy
buena intención. Igual que el ciclón.
Así, sus interrupciones, su modo de desviarte de un
tópico hacia otro, tiene en cierta forma el efecto sumamente grave de
dejarte expresar solo a medias respecto a cada tema. Por lo general,
solo atinas a decir lo suficiente para perjudicarte y nunca llegas
adonde hubieras querido explicar y justificar tu posición.
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